Por Dr. Megdy Zawady
Psicoanalista. Freudiano.
El lacanismo en sus instituciones más importantes se encuentra en una crisis que lo ha dejado exiliado de los debates más importantes de nuestro tiempo. Conozco desde adentro los pilares de un discurso hegemónico y tácito en torno a la clínica en el que fui formado por casi dos décadas. Se trata de un discurso sin proclividad al debate, no necesariamente compartido por todos, pero que me fue impartido de modo flagrante en ciertos puntos de la conducción de mi análisis personal, y verbalmente en la práctica repetitiva e insidiosa de las supervisiones, de la cual he extraído una narrativa del modo en que se piensa el diagnóstico, los tipos clínicos y la dirección de la cura.
Desde ese lugar, ubico dos coordenadas del anquilosamiento del lacanismo para hacer frente a la época, y un síntoma del mismo. La primera, el privilegio del primer Lacan como formato de la transmisión del psicoanálisis, la segunda, la burocratización del diagnóstico que ensordece a los analistas y desemboca en la torpeza de patologizar lo nuevo. El síntoma, una incapacidad -o imposibilidad- del lacanismo para encontrar puntos de encuentro y dialéctica con otros discursos que versan sobre la sexualidad: los feminismos, los estudios de género y las teorías queer. Me aboco en esta primera parte a la primera coordenada.
Es un hecho concreto que dentro del lacanismo hay una preferencia acentuada, tendenciosa y crónica de los psicoanalistas por transmitir tanto en ámbitos universitarios como institucionales al primer Lacan, el de los Seminarios 1 al 6, ese Lacan que es más patriarcal que el mismo Freud, que ordena los padecimientos en dos grandes campos de acuerdo a la operación efectiva o fallida de la función/solución paterna; ese Lacan que reduce la triada de las neurosis freudianas a dos, y que, además, las liga al sexo anatómico; ese Lacan binario, que olvida que para Freud ni la histeria ni la obsesión estaban vinculadas a la ontología femenina o masculina, y a quien debemos el estribillo “LAS histéricas insatisfechas y LOS obsesivos mortificados”. Ese estribillo es la primera lección del psicoanálisis que obtiene un estudiante de psicología formado por lacanianos; a través del mismo se le implantará la idea de que las mujeres desean algo no reductible al plano de la palabra, desmedido y enloquecedor, mientras que los hombres pueden prescindir de tal locura.
Ese primer Lacan elimina de la nosografía psicoanalítica el tipo clínico de la “histeria de angustia”, cuya presencia se ha vuelto realmente masiva en la consulta en la última década, y, en nuestra ya familiar distopía postpandémica, es probablemente el tipo clínico dominante en la consulta - dominante, por supuesto, en los consultorios de los analistas que lo pueden escuchar. Lacan degrada la “histeria de angustia” al síndrome fóbico que para Freud puede o no desprenderse de ella, y termina enunciando que la fobia es una placa giratoria que, de conservarse, generará en el sujeto una posición débil en el binario hombre-mujer, o, lo que sería peor aún, dará lugar a la gestación de una posible homosexualidad. Así lo auguraba para el pequeño Hans, sin saber que la biografía del mismo desmentiría con creces tal pronóstico.
En efecto, ese primer Lacan es homofóbico. Se lo puede leer en diversos pasajes de sus escritos y seminarios manifestar a viva voz su desprecio por los hombres homosexuales; la hostilidad que le generaba escucharles en consulta es elocuente, y lo lleva a afirmar con total impunidad que a ellos puede cuidárselos pero no curar su perversión, a la cual entiende patológica, llegando a ubicar en ella la causa primordial de la “entropía social”.
Ese primer Lacan ubica a ciertos tipos clínicos en déficit de algo, y a otros en plus de un elemento, estableciendo una jerarquía de sufrimientos en la que se encuentra:
1. En primer lugar la histérica, a quien hay que enseñarle a que ser mujer es comerse el caviar que le pide a su marido, y consentir a hacerse objeto fetiche de esa manera.
2. En segundo lugar a los psicóticos, sujetos vulnerables, en déficit de ley, taburetes sin una pata, con los que el analista cumple la función -digamos ¿altruista?- de armarles una prótesis que haga símil del padre que les falta.
3. En tercer lugar, los obsesivos, pobres autómatas, por los que no se puede hacer mucho más que enfrentarlos a la irracionalidad de la histeria, o bien, al superyó femenino, y ubicar en una mujer la hora de su verdad.
No voy a decir “en cuarto lugar”, porque eso supondría que lo hay. El primer Lacan sugiere sin ambages que hay ciertos sujetos que no son dignos de la experiencia psicoanalítica; los fóbicos, en tanto que su subjetividad no está pretendidamente a la altura del binario sexual hombre-mujer; los perversos, que vienen a relatar escenas supuestamente horrorosas que buscan angustiar al analista (como si hablar de sexualidad no fuese algo que el análisis promueve, y como si hablar de ella fuese algo particularmente bello o estético), y a quienes se encuentran en el abanico del travestismo a lo trans, al cual se refiere en varias ocasiones con gran desprecio.
Curiosamente, hay una perversión que a Lacan sí le encanta, al menos en la teoría, y es el lesbianismo, ubicado por él como la génesis del Eros cultural. Ya en el campo de la clínica, la joven homosexual no parece resultarle muy simpática, y su narrativa de la misma no escatima en calificaciones hostiles; nos la narra con el mismo desagrado que a Leonardo Da Vinci y a Andrè Gide, con el mismo desmerecimiento que al pequeño Hans y a su padre real. Efectivamente, era un Lacan que, pese a todo lo que articula sobre la fobia del niño como suplencia de la operación fallida del padre REAL, creía en el fondo, y nos deja saber literalmente que el problema del chico, lo que haría del mismo un bastardo o un homosexual, era el hecho de que el padre de la familia no se follara con más fuerza a esa madre tan obscena y pecaminosa.
Lo que estoy planteando no es una interpretación mía. Sólo estoy parafraseando un conjunto de frases literales que se pueden encontrar en los primeros 6 seminarios de Lacan y en los escritos que los acompañan. El tono de dichas frases tampoco es una interpretación mía; llamativo es que los lacanianos lleguemos a ellas y elijamos omitirlas, no decir nada al respecto cuando en algún taller de lectura llegamos al escollo de tener que leerlas en público. Tan evidente es la hostilidad y el juicio moral que gobernaba el fuero interno de ese Lacan, que cuando releemos los textos, volvemos a sorprendernos de esas frases como en un dèja vú, que segundos más adelante habremos reprimido de vuelta.
No es una exageración decir que el primer Lacan se parece mucho a un hombre heterosexual no analizado frente a una página de porno. Tal y como lo escuchamos en la clínica, hay sólo dos imagos que apuntalan el erotismo de un varón tradicional en la pornografía. Lo que captura su mirada es, o bien, el rostro de una mujer sometida al coito/fellatio, o bien, el desarrollo de una escena lésbica entre dos mujeres. Las demás imagos que ofrece una página porno son para un varón heterosexual tradicional inexistentes, o algo de lo cual defenderse con ambivalencia u hostilidad. Bueno, el primer Lacan podría resumirse en esas dos escenas. Un Lacan patriarcal, heteronormativo y binario que, si bien renovó a Freud retornando a su letra, le inyectó prejuicios que no tenía.
¿Será acaso una herejía hacer una descripción? Jacques Lacan era un hombre heterosexual con elementos básicos y ciegos -del orden de lo imaginario- no analizados en su persona. Como es apenas lógico, su clarividencia teórica no fue suficiente para ocultar su elocuente narcisismo de las pequeñas diferencias, y el apenas consecuente discurso del odio que emana de ellas. El primer Lacan, que más que un analista era fundamentalmente un lector, sostenido en su posición de privilegio masculino, se autorizaba a destilar odio explícito hacia toda subjetividad que no respondiese al tipo ideal cultural del binario hombre-mujer.
Esto abarca subjetividades que no se presentan clínicamente carentes o envidiosas del elemento que él considera deben detentar, el falo como símbolo, y en ello incluyo a mujeres que no se presentan desde la falta, es decir obsesivas; a quienes se identifican con ellas en el universo trans, a quienes hacen performática de ellas en el travestismo, a los fóbicos, para quienes el binario sexual es en todo caso la última de sus preocupaciones, y a la homosexualidad masculina, que de acuerdo con su pluma, involucra un desarrollo edípico inacabado, deficiente y no deseable.
El primer Lacan se afirma en abundantes contradicciones groseras que ni sus más juiciosos lectores osan señalar o mencionar. Por ejemplo, denuncia la perspectiva desarrollista de la constitución subjetiva y, para deslindarse de ella, propone a los tres tiempos del complejo de Edipo como una puesta en forma dialéctica, sincrónica y no cronológica de tiempos lógicos que consisten en modalidades de lazo al Otro y de circulación del atributo fálico. No obstante lo anterior, esto parece ser aplicable solamente a la histeria de conversión en mujeres y a la neurosis obsesiva en hombres.
Para las fobias, las perversiones, las homosexualidades y las subjetividades que no encuadran o no se identifican en el formato del binario hombre-mujer, su propio enunciado se contradice. Para estos casos, los tres tiempos del Edipo sí que son cronológicos, dado que ubica su etiología en un pasaje errado en el desarrollo, donde se produjo una fijación, un error irreversible, un punto de detención que no les merece el estatuto de sujeto. Algo así como los “hombrecitos hechos a la ligera” del presidente Schreber, lo que no condice en absoluto con su propia concepción de los tiempos lógicos en sincronía.
En el primer tiempo del Edipo, el de la orgía imaginaria que se juega en ser el falo que completa a la madre, Lacan ubica el ancla patógena de las identificaciones que dan lugar al travestismo y la homosexualidad masculina. El segundo tiempo, aquél en el que el padre imaginario se presenta como privador del atributo fálico, tiene un desvío desfavorable que puede conducir a las mujeres al lesbianismo como un afrenta dirigida al padre, en un intento estéril por encarnar al falo absoluto. Por su parte, el tercer tiempo del Edipo es postulado como el clímax fálico de la constitución del binario de los sexos, donde idealmente se consuma la “impostura masculina” como recurso exclusivo de hombres heterosexuales y obsesivos, y la “mascarada femenina” como solución ineludible para mujeres heterosexuales e histéricas.
Pese a lo anterior, el tercer tiempo del Edipo es planteado desde la perspectiva evolutiva como deficiente e irreparablemente defectuoso en las fobias, lo que supone para el sujeto una condena irreversible a estar bajo las faldas de su madre, o la tristemente posible gestación de la homosexualidad. El tercer tiempo puede desviarse también a la constitución de la mujer fálica, aquella que detenta al falo, encarnada en la figura patognomónica de la madre, demonizada sin matices por Lacan y elevada casi al estatuto de un Otro malo. La madre es la gran afrenta a la existencia que un sujeto ha de sobrevivir heroicamente, en la épica edípica del primer Lacan.
En este orden de ideas, la finalización del Edipo es para Lacan una contienda de la que se sale con un trofeo fálico que, de llevarse a cabo correctamente, habilita a las mujeres histéricas y a los hombres obsesivos el privilegio de la experiencia analítica. Ahora bien, a modo de compensación, o cuota social de la clínica con las poblaciones vulnerables, aquellas que no llegaron siquiera a entrar en el esquema de los tres tiempos de la partida fálica, Lacan inventa un tratamiento posible que supuestamente amplía el espectro nosográfico de la clínica freudiana.
La apuesta clínica de armar una prótesis del padre faltante para que el sujeto psicótico pueda vivir un “como si” respecto del falo y el binario sexual, desconoce la fertilidad de las invenciones psicóticas, cuyo valor reside, justamente, en prescindir del padre. Se dirá que el último Lacan presenta matices en esta concepción deficitaria, pero el lacanismo en general es conocido por desconocer al último Lacan, o por leerlo solamente en clave del primero, es decir, de manera completamente estéril. Por supuesto, para que esa primera versión de la clínica de las psicosis fuese posible, no nos sorprende que de allí hubiera que erradicar también la palabra y la tesis del mecanismo genético de la paranoia como una vicisitud de la libido homosexual, renombrándola bajo el rótulo de “empuje a la mujer”, el cual, por otra parte, resulta aún más polémico que la tesis freudiana.
Tan indeseable era la homosexualidad para Lacan que aún en la etapa más rigurosa del retorno a Freud, aún leyéndole letra por letra, la premisa freudiana de la disposición originaria a la bisexualidad formulada para todo psiquismo humano, y desplegada en múltiples pasajes de sus obras completas como fundamento y premisa del recorrido edípico, no le merece el más mínimo comentario. La ha forcluido.
El primer Lacan no presenta un clínica posible para sujetos cuyas coordenadas subjetivas no respondan a la trinidad jerárquica de los síntomas en personas heterosexuales: la insatisfacción de la mujer histérica, el déficit de ley paterna en el sujeto de la psicosis, y la mortificación del hombre obsesivo. Más bien, si llevamos a las últimas consecuencias sus planteamientos, para las personas que no respondan a estos tipos clínicos, o para las que si respondan a los mismos pero su orientación sexual no sea heterosexual, la única solución posible parece ser volver a nacer. Solamente así podría remediarse el fallo irreversible en el desarrollo -pensado en exclusiva para estos casos al mejor estilo desarrollista de Piaget-, que los hace indignos del diván.
No debería sorprendernos, ese Lacan que nos seduce con sus elaboraciones teóricas sobre el psicoanálisis freudiano, peca de promover lo contrario a lo que Freud reivindica como ética: dar dignidad a todo tipo de padecimiento, sin emitir sobre el mismo ningún juicio de valor. El Lacan que establece una jerarquía de padecimientos es ese mismo que escupe a su público en la cara, ese que quiere hacernos entender con soberbia, que toda existencia -a excepción de la suya, por supuesto- es inefable y estúpida.
Freud abordó todo tipo de malestares subjetivos, incluso a los que hoy llaman “síntomas contemporáneos” con una postura de escucha y un deseo de saber libre de juicios morales. Rara vez se encontrará en su teoría una calificación de los sufrimientos, a excepción de alguna referencia aislada a los perversos, y otra más a la homosexualidad pensada como una detención del desarrollo psicosexual. Lo que prima en Freud, sin embargo, es un interrogante permanente sobre las posibilidades del método analítico para abordar los diversos tipos clínicos, y nunca para que los sujetos que los padecen se ajusten al mismo.
Tenemos en la obra de Freud testimonios de hombres histéricos, de mujeres obsesivas, de histerias de angustia en ambos sexos. Tenemos un Freud que establece los binarios en el mismo momento en que los cuestiona, y que declara a la homosexualidad como una organización de la sexualidad que no es tratable porque no es una patología, y si bien en un único momento emite el enuciado prejuicioso que las califica con el término “detención del desarrollo”, su narrativa de la mismas las entiende como un derivado de condiciones eróticas establecidas en la infancia y de las que ningún sujeto está eximido. Lejos de pensar a las psicosis como un déficit, tenemos un Freud que declara no poseer el método indicado para tratarlas.
Es muy cierto que Freud erra en múltiples ocasiones al teorizar sobre la sexualidad femenina en términos de un déficit fálico, ubicando a la famosa “envidia del pene” como centro rector de sus resoluciones; pero también es muy cierto que su objetivo nunca fue proponer una clínica de la diferencia sexual como lo hace el lacanismo de una forma groseramente implícita, sino una clínica de la perversión polimorfa abordable a partir de la cicatriz pulsional de la fantasía que queda como resto del sepultamiento del complejo de Edipo. En efecto, el primer Lacan entiende a la pulsión en los términos de los significantes de la demanda, y al fantasma como una respuesta anticipada a la castración materna.
Es inevitable entonces que de los primeros seis seminarios de Lacan se desprenda una clínica del patriarcado y de la diferencia sexual, y no una clínica de la parcialidad de las pulsiones condensadas en una fantasía primordial, que es, para entendidos, el trasfondo genuino de la pesquisa freudiana. Digo para entendidos, pues en los historiales freudianos pululan prejuicios de género que él mismo ubica como obstáculo en su escucha. Verbigracia, en el caso Dora lamenta no haberse anoticiado de la importancia de la corriente homosexual en el padecimiento de la paciente por un prejuicio heteronormado que condujo a la interrupción de la cura; sin embargo, su pesquisa clínica apuntaba en realidad a las vicisitudes de la pulsión oral en la matriz de una fantasía primordial claramente delimitada. Es de eso de lo que se trata el psicoanálisis, de la parcialidad de las pulsiones, y no del binario sexual o de la elección del objeto de amor.
El gran descubrimiento de Freud es la perversidad polimorfa de la sexualidad infantil y sus vicisitudes en la formación de síntoma; es esa su causa. Su preocupación nunca fue que sus analizantes se acomodaran a la solución paterna; prueba de ello es la declaración de su tendencia personal a proponerse en el lugar de padre como germen de sus fracasos terapéuticos. Freud tenía claro que solamente desde la posición de padre se podría dirigir la cura de las mujeres a ser más mujercitas y la de los varones a ser más masculinos, por ello afirma literalmente que ese es el obstáculo del análisis, nunca su ideal.
Este es el Freud forcluido por el lacanismo, el Freud que fue sepultado y permanece en el anonimato por el inmenso impacto del primer Lacan en el movimiento psicoanalítico. No es en absoluto casual que sea justamente ese Lacan el que se estudia de forma avalada en las escuelas de la IPA, de la que en su momento Lacan se declara excomulgado.
Lamentablemente, el Freud de Lacan es hoy por hoy el Freud hegemónico, ese contra quien hoy se hacen descargos por sus elocuentes prejuicios de género. No es mi intención edulcorar la letra freudiana desmintiendo tales prejuicios, sólo quiero señalar que Freud estaba anoticiado de los mismos, se preguntaba por ellos, y se excusaba en el hecho de ser varón por la limitación de sus elaboraciones sobre la sexualidad femenina. El Freud que pretende cancelar cierto modo de activismo de género es el Freud que nos presentó Lacan. Y Lacan jamás se excusó con ningún lector, más bien, hizo todo lo posible por humillar y desalentar a su público a seguirlo; el modus operandi básico del manual de encantador de serpientes.
Digo lamentable, porque a diferencia de la clínica del primer Lacan -que hoy nos sirve poco y nada para formalizar los casos de los más jóvenes-, el aparataje clínico y teórico del Freud que Lacan sepultó es tremendamente útil y eficaz para pensar el síntoma en tanto articulado al malestar en nuestra época. Verbigracia, la presencia monstruosa del superyó en el sufrimiento contemporáneo es abordable solamente a partir de la clínica que se desprende de la segunda tópica freudiana, justamente esa que Lacan demerita, rechaza y omite.
El aforismo “La mujer no existe” del último Lacan (adelantándome al objetor adoctrinado, si, sabemos, con el LA tachado porque la mujer no es formulable en universal, es una por una…) es, según mi lectura, un Witz supremamente ingenioso, cuya comprensión rebasó al lacanismo, convirtiéndolo en un enunciado que se repite insidiosamente, borrando en cada repetición un pedazo más de la enunciación que lo causa, y haciendo que retorne lo reprimido en el enunciado como tal. El Lacan que profiere esa frase había evolucionado 3 lustros, y había adquirido grados de lucidez difícilmente comprensibles por un lector raso, por más lacaniano que se diga.
El último Lacan ya había abandonado las imagos rectoras del porno, entendía que el Otro goce no era capturable en el rostro gozoso de una mujer penetrada o en el intercambio lésbico entre dos de ellas. Este Lacan ya entendía que el goce llamado “femenino” no respondía a una correlación anatómica, sino que aludía a aquello de cada ser hablante que, indistinto al género anatómico, cierra filas con el no-todo. Por su parte, aquello del ser que sí cierra filas con el Todo fálico, es ahora calificado “homosexual”.
En el último Lacan, entonces, la homosexualidad había pasado de ser una perversión desagradable, para convertirse en la característica misma del inconsciente y del goce “masculino”. Por supuesto, este Lacan, ya se había desprendido del delirio paterno destituyendo a Freud del lugar de amo, había pluralizado los nombres del padre, y había desmantelado la ilusión providencial legible en los mitos freudianos sobre el origen de la ley. Ese Lacan, estaba empezando a prescindir de los binarios en tanto ligados al sexo anatómico para pensar la subjetividad.
Asunto a resaltar. Las fórmulas de la sexuación y la doble columna de las mismas, no está encabezada por las palabras hombre y mujer, sino por los términos “macho” y “hembra”, haciendo un énfasis sarcástico en la bestialidad de reducir todo el psicoanálisis a las mismas. Quizás este Lacan estaba ya anoticiándose de lo que el lacanismo terminaría haciendo con sus enunciados. En efecto, hay quienes ubican a los hombres en el lado macho, y a las mujeres en el lado hembra, entonces hablan de ellas una por una, como si a los hombres no hubiese que abordarlos también uno por uno, y como si “El hombre”, en cambio, sí pudiese formularse en universal.
Por supuesto, los términos macho y hembra no tienen aquí la connotación semántica que han cobrado en el activismo de género. En realidad, Lacan sugiere que todo ser hablante se encontraría en tanto agente de discurso en el lado macho, puesto que la civilización occidental se funda en el privilegio del falo como atributo. El lado hembra para Lacan no son las mujeres, es aquello del ser que prescinde de la lógica fálica, y a donde debe apuntar un análisis orientado por lo real, esto es, la cesión contingente de la posición de sujeto agente en la histeria, y la implicación del sujeto obsesivo en su función de actor, desvinculada de su goce escópico.
El lacanismo ha desarrollado una clínica donde más que en modo metafórico, la mujer verdaderamente no existe: no existe la mujer que no encaje con los cánones de la histeria, esto es, la lógica del déficit, de allí la forclusión de la obsesión femenina y de la histeria de angustia en mujeres; también de la perversión femenina, que según ellos es inexistente, por estar confrontada la mujer más de cerca al real de la castración (luego entonces, el falo sí es el pene).
La mujer tampoco existe en esa insistencia anacrónica en pensar como una certeza psicótica peligrosa y universal a toda configuración en donde un pretendido hombre se identifique con, o quiera devenir una mujer. Esa mujer es por default diagnosticada psicótica, ordinaria, para ser más precisos, y debe ser expulsada de nuestros consultorios con el consejo de que no se le ocurra pasar al acto de transicionar, pues cosas terribles podrían sucederle. El lacanismo termina entonces recayendo en una narrativa prefreudiana donde la anatomía sí es el destino, al mismo tiempo que afirma que no lo es. Singular, singular, singular, repetirá cada tres palabras un lacaniano, a modo de conjuro que desmiente su aspiración a lo universal.
(continuará…)
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